“No puede haber desarrollo sin salud mental. La relación entre salud mental y desarrollo es tan estrecha como ignorada. Cuando hablamos de salud mental, no hablamos de episodios psicóticos, trastornos o síndromes; sino de cualquier dificultad relacionada -o no- con el ciclo vital, que puede impedirnos ser efectivos en la cotidianidad para atender nuestras propias necesidades y deseos, regular nuestras emociones, mantener relaciones interpersonales y tolerar el malestar.”[3] Este reporte escrito por la doctora María José Sarmiento Suárez puso en palabras aquello que llevo años tratando de trabajar: la relación entre la salud mental y el desarrollo en general, y en particular enfocado en la reinserción social.
Para esto es importante conocer la definición de salud según la Organización Mundial de la Salud (OMS): la salud es un estado de completo bienestar, -físico, mental y social-, y no la simple ausencia de enfermedad. En general, la salud mental no se encuentra en plano de igualdad con la salud física en términos de presupuesto en ningún lugar en el mundo. También es definida como: “un proceso de expansión de las libertades de las personas para llevar una vida prolongada, saludable y creativa; conseguir las metas que se consideran valiosas, y participar activamente en darle forma al desarrollo de manera equitativa y sostenible en un planeta compartido"[2].
Lo cierto es que en general, cuando se habla de salud mental, se habla de los derechos de las personas con discapacidades intelectuales; sin embargo, la salud mental está estrechamente relacionada con el concepto de desarrollo humano. El desarrollo humano es definido por las Naciones Unidas (PNUD) como aquél que “tiene por objeto las libertades humanas: la libertad de desarrollar todo el potencial de cada vida humana ahora y en el futuro. Si una persona no se aventura en el camino por alcanzar su mejor y mayor potencial, entonces está limitado para lograr su propia felicidad, y por tanto el bienestar social o colectivo.
Por otro lado tenemos que ver claramente la relación entre la pobreza, la salud mental y el delito. La Encuesta Nacional a Población Privada de Libertad (ENPOL) reveló que más de 50% de la población penitenciaria tiene menos de 35 años y 83% tiene hijos menores de edad. 79.9% trabajaba en oficios de bajo ingreso, tales como trabajador artesanal, agrícola o ganadero, comercio informal o servicios personales y de vigilancia; menos de 2% se dedicaba a actividades ilegales. Sólo el 71% terminó la educación básica; 42% tuvo que dejar de estudiar porque empezó a trabajar, y otro 20% porque no tenía dinero. 88% se encuentra en la cárcel por algún tipo de robo y menos de 10% por portación ilegal de armas. Finalmente, 73% no tenían antecedentes penales en el momento de su detención. Todas estas cifras nos indican una cosa: que son los pobres los que llenan nuestras prisiones, y que el enfoque punitivo que hasta ahora ha tenido el estado, no ha servido de mucho.
Por otro lado, el 67.3% de la población en 2016 vivió tanto con su padre como con su madre al menos hasta antes de los 15 años; de estas familias los padres o personas que los cuidaban, el 32.8% consumían alcohol frecuentemente, el 20.5% les gritaban frecuentemente, el 16% lo agredían físicamente, el 14.3% lo insultaban frecuentemente, el 8.3% les golpeaban y provocaban lesiones.
Es importante reconocer la salud mental como una parte esencial del proceso de reincorporación de una persona que estuvo privada de libertad, en la sociedad. Mi búsqueda estos últimos años y con recursos escasísimos, ha sido en la recopilación de herramientas e instrumentos psicológicos para tratar de encontrar la ciencia detrás del comportamiento de aquellas personas beneficiarias quienes ya se encuentran listas para tomar las riendas de sus vidas y comprometerse a un proceso de transformación.
El acceso a un trabajo digno ha sido uno de los más viejos elementos en el que las instituciones se han enfocado en el pasado, y mediante el cual asumen que una persona se reincorporará a la sociedad después de haber pasado por prisión. Sin embargo, es importante comprender los nuevos hallazgos de las neurociencias en los que encontramos evidencias de que la violencia reiterada, y por generaciones modifica a las personas a nivel genético; esto hace que algunas personas sean más propensas al delito que otras.
Es urgente poner un énfasis importante en la salud mental y en un proceso de sanación y de reconfiguración de nuevas personalidades de las personas que egresan de los sistemas penitenciarios. Tenemos que aplicar procesos científicos y lamentablemente se hace muy escasamente en México.
En este sentido, actualmente desde OCUPA AC (proyecto coordinado por mi asociada Paola Zavala), estamos incorporando justamente la salud mental en una iniciativa para reformar el artículo 18 constitucional en donde se incorpore la salud mental[1]. La salud mental es una manera para trabajar con las emociones e historias de vida de las personas privadas de libertad y en proceso de reinserción. Dentro de la cárcel se vive un ambiente hostil y violento, en donde las personas deben desarrollar una serie de rasgos de personalidad para poder sobrevivir dentro. El poquísimo enfoque a la salud pública que se ha dado en general, en el mundo, y en particular, en México, hacia la población en general, y en particular a la población penitenciaria y/o en proceso de reinserción, es muy grave. Grave, además si tomamos en cuenta que gran parte de la población penitenciaria ha sufrido alguna forma de violencia. Sin duda alguna hay mucho trabajo por hacer.
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